El pequeño infierno del jugador pensante

littleinferno-01Aviso: este artículo no se corta en hablar de ‘Little Inferno’ y de su mensaje final, así que lo mismo no queréis leerlo hasta haberlo jugado. O sí. Vosotros mismos.

Si a lo que llamamos “videojuegos” (video games, jeux vidéo, computerspiele, コンピュータゲーム) aún no tuviera nombre, habría guerras por bautizar a la criatura. Muchos querrían que su nombre reflejara lo que son para ellos: juguetes para niños. Otros querrían que recogiera la esencia del que ya es el decimoséptimo arte (sinceramente, ya no sé por cuál vamos). E incluso habría a quienes les daría igual el término a usar, pero quisieran verlo dentro del código penal, reflejando lo violentos, estúpidos y contraproducentes que son para el desarrollo de la sociedad. Pero resulta que se llaman “videojuegos” desde hace mucho tiempo. Y se llaman así porque, en su concepción y en sus primitivas capacidades, su única aspiración era recrear pequeños desafíos (o pequeñas reglas para la interactuación en caso de juegos de simulación) que resultaran, de algún modo, divertidos o entretenidos. Pero la historia ha cambiado mucho.

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Wii Fit y la experiencia HARDCORE

wiifit-01Llega un momento en la vida de todo hombre en el que debe comprimir todos sus miedos e inseguridades en una pelota del tamaño de un puño y empujarlos hacia abajo con todas sus fuerzas. Un hombre, por regla general, sabe cuándo ha llegado ese momento. La niñez y las múltiples etapas de una adolescencia dilatada y tardía se dan por terminadas, los horizontes antes vedados y aterradores se convierten en apetecibles desafíos, y los prejuicios se esfuman en favor de una curiosidad espoleada por no querer irse de este mundo sin haberlo probado (casi) todo. En mi caso, ese momento llegó este mismo año que acaba, con veintinueve primaveras. Acababa de salir de una ducha rápida con barba de una semana y mirándome al espejo lo supe: había algo que empecé hace mucho tiempo pero a lo que nunca había vuelto, jamás lo había intentado terminar. Ese sentimiento de culpa ya no podía ocultarse entre capas y más capas de inmadurez; no, no daba igual, nunca da igual dejar una etapa sin cerrar. Fue en ese momento cuando entendí que debía ponerle remedio, y ésta fue mi redención.

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The Wonderful 102

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¡A-ha-há! ¿Quién está ahí? ¿Quién se ha unido a nosotros? ¡No es otro que el magnífico, el magnánimo, el increíble, el impresionante, el extraordinario, el galán, el asombroso, el espléndido, el prodigioso Wondeeeeeeeeeeeeeeeer Loquoooooooooo!

 

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Patapon

 

El ritmo de la victoria

Patapon (SCE Japan, 2008) es un juego disperso. No es nada grave, le ocurre lo mismo que a tantos y tantos juegos surgidos en torno a una idea original: los desarrolladores no son capaces de explotarla de manera correcta. Se expande por donde no toca, profundiza donde no debe, y el resultado no llega a ser todo lo satisfactorio que cabría esperar. Es el principal escollo al que se enfrentan este tipo de obras tan sui géneris. De una gran idea a un gran juego hay un camino que, de tan largo, se pierde en el horizonte y obliga a avanzar a ciegas, sin saber muy bien cuál es la meta adecuada. Es una situación parecida a la de Echochrome (SCE Japan, 2008), con la particularidad de que el juego de puzles pecaba de falta de elementos y motivación, y el rítmico, de incoherencia.

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Endless Ocean

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‘Gimnopédie’ acuática

Entre las cosas más saludables que puede hacer el usuario habitual de videojuegos, ése que empieza uno en cuanto termina otro, como el que se enciende un cigarro con la colilla aún incandescente del que acaba de consumir, está acercarse a propuestas que, en principio, no parecen destinadas a él. Endless Ocean (Arika, 2007) puede ser ese juego apestado, propio de casual gamers, al que jamás te arrimarías ni para insultarle; o bien puede ser ese elemento desintoxicador que, entre triple A y triple A, te haga redescubrir que los videojuegos pueden ser una cosa sencilla y agradable, sin mayores pretensiones. Lo que se propone al jugador no es que se desvíe de su camino. Endless Ocean ni siquiera es un sopapo a nuestros prejuicios, y no lo es porque tampoco tiene argumentos para serlo. Todas las críticas negativas que se le han realizado tienen buenas razones que las respaldan, pero si somos sinceros, aquél que no se haya dejado llevar ocasionalmente por sus cantos de sirena, o no tiene corazón, o miente como un bellaco. «Siéntate y agarra el wiimote, no te voy a pedir mucho más», parece decirnos nada más arrancar, y la verdad, no se puede decir que no lo cumpla.

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999: Nine Hours, Nine Persons, Nine Doors

La angustia. La responsabilidad que conlleva la toma de decisiones. El miedo a morir. El resurgimiento de un amor infantil que aparece en el momento más inoportuno. La novela visual de Chunsoft es todo un revuelto de sentimientos: claustrofobia narrada con maestría y complicidad incierta en una trama apasionante en la que nada tiene sentido hasta llegar al final. ¿Se trata de simple supervivencia? ¿Estamos siendo manipulados? ¿En quién podemos confiar? Nine Hours, Nine Person, Nine Doors (2010) nos sumerge en un océano de dudas. La verdad y la mentira conviven en la confusión, haciéndonos escarbar desesperadamente en busca de respuestas que no buscan satisfacernos, sino contar su historia. Quizá terrible, quizá hermosa. Quizá ambas cosas.

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Que no se cierre el telón

telon-introLa vida útil de un videojuego es un parámetro, en ocasiones, bastante descuidado. El consumo de videojuegos es más consumo que nunca: se toma un videojuego, se termina y se devuelve a su estantería (física o virtual) a seguir cogiendo polvo. Si los antiguos arcades recogían la esencia del videojuego como algo interminable, de infinita superación, de puntuaciones que siempre pueden ser superadas, ¿cómo es posible que la madurez del medio haya traído consigo la caducidad?

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VVVVVV

El frenético esqueleto del videojuego

Si tomamos cualquier videojuego de plataformas de los surgidos en los últimos años y le quitamos todo el maquillaje, todo elemento cuya única misión sea embellecer, nos quedaría algo con un aspecto muy similar al de VVVVVV (2010). Buscando una estética próxima a su adorado Commodore 64, Terry Cavanagh consiguió armar un videojuego sin necesidad de mostrar nada más allá de su esqueleto. Todo lo que sobrepase el mínimo necesario para identificar los elementos no tiene cabida en la fórmula visual por la que apuesta el creador irlandés.

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Pikmin

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Solidaridad espacial en miniatura

Nos encanta que Nintendo se saque cosas de la manga. Nos encanta su forma de trabajar tan artesanal, tan de lápiz y papel. Nos encanta Miyamoto, su sonrisa de eterna felicidad y su mente capaz de fabricar mundos de ensueño. Sumergidos en ellos no existen los problemas, todo va bien, todo está en calma. Esto es lo que tiene la Gran N, y no es poco. Es una forma de entender los videojuegos que, aunque pueda parecer anticuada, les sigue proporcionando un valor añadido único que hace reconocibles todos sus productos. Sin excepción. Y eso que Pikmin (Nintendo, 2001) es una cosa muy marciana, muy rara en comparación con su legado más reciente. Incluso arriesgada para los timoratos estándares de la de Kioto. Pero, al mismo tiempo, es un juego tan fresco y adorable que ha conseguido pasar (no sin problemas, eso sí) al ideario colectivo como una de las grandes franquicias nintenderas.

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Una casta de valientes (III) – Especial retro

casta3-intro«Una casta de valientes» es una serie de artículos recurrente en Pixel Busters.

En los meses pasados, mis bienamados compañeros Ayate y ProggerXXI crearon y dieron continuidad a una sección llamada a crear justicia en esto de la crítica videojueguil. Un pequeño mundo alternativo donde son protagonistas los juegos que no han tenido la suerte, los recursos y/o la fuerza propagandística de la que hacen gala aquéllos que se anuncian al arrancar un vídeo en YouTube o en las imágenes de fondo de MeriStation. Sin embargo, de todos estos títulos de segunda fila y de producciones que no llegan a súper se podía decir que aún el tiempo no los ha puesto en su sitio, que aún pueden convertirse en títulos de culto si los jugadores, una vez se esfuman los impulsos eufóricos, les hacen sitio entre sus apretadas agendas y sus cerebros lavados.

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